sábado, 24 de diciembre de 2011

‎"Yes, of course there are monsters, and it's only natural to be afraid of them. You can't never let them win, and you can't never become one of them."

Nunca más volví a pensar en los monstruos. Supongo que en ese preciso instante dejé de ser un niño. A día de hoy, echo de menos esos tiempos en los que les temía hasta la saciedad. Metía la cabeza bajo las sábanas y no hacía sino intentar pensar en otra cosa, lo que generalmente me llevaba a tenerles mucho más presentes. Añoro cuando la mera idea de su posible existencia me hacía llorar. Es muy duro decir que uno añora el más puro terror. Es duro admitir que uno se ha convertido en un bloque de hielo. Imagino que al no dejar que ellos venciesen, en cierta manera fui yo quien perdió. Duras son las luchas en las que uno pierde, haga lo que haga.

Es difícil discernir si asustan más ellos o estas cuatro paredes, carentes de color alguno. El color blanco es sencillamente deprimente. Detesto la oficina. En realidad, cada vez tengo más claro que hoy no quiero vivir. Sólo hoy. No quisiera que se me tachase de maníaco-depresivo o cualquiera de esos trastornos de los que hablan los médicos, ni que me hinchen a pastillas. Cuánto añoro a los monstruos. Cuando creía en ellos, eran la mayor de mis preocupaciones. La palabra hipoteca era como extrangera para mis oídos. Además, no sólo creía en los monstruos. También existían los dragones, los guerreros, las princesas, los reyes... Tampoco sabía acerca del hambre del mundo, ni que mi bienestar fuese a costa del sufrimiento y sacrificio de muchas otras personas.

Cuando pensaba en esos seres que tanto me acongojaban, los imaginaba de colores chillones, con muchos ojos y extremidades. Algunos con colmillos afilados y otros con cuernos. Hoy, les concibo con trajes, corbatas y maletines. Ya hace mucho tiempo que cada día quisiera morir, aunque sólo ese día. Si ellos estuviesen bajo mi cama, como temí en tantas ocasiones, me metería bajo ella y les pediría que me comiesen. Que no dejasen ni un ápice de mi esencia, que me borrasen del mapa y que nunca nadie jamás me recordase siquiera. ¿Qué se ha hecho de mis sueños? Yo quería ser astronauta. Soñaba con pisar la luna y llevarle a mi padre una roca de allí. Juro por Dios que en ningún momento deseé estas cuatro paredes blancas, ni este maldito ordenador que se colapsa con frecuencia.

Entonces, vi algo que hizo que me alejase de mi mundo banal, de créditos, deudas y responsabilidades. Un gran ojo me observaba, desde debajo de mi escritorio. Su cabeza era poco más grande que la mía, no obstante, su cuerpo no era ni un tercio del mío. Tenía pequeñas manitas, con tres dedos en cada una. Tenía también garras bastante afiladas, con las que se dedicaban a deshilachar la moqueta centenaria que cubría el suelo. Mentiría si no dijese que recuerdo ese ojo.

Tenía cuatro años. No podía sino esconder la cabeza bajo las mantas de mi cama. Sentía aquel ojo, vigilándome incesantemente, anhelante de que descubriese mi cabeza para arrancármela de un mordisco. Por algún motivo, no podía dañarme mientras estuviese cubierto con las telas. Entonces, llegó a la conclusión de que tirando de ellas, podría llegar hasta mí. Tiró fuertemente del tapamiento y allí me encontraba yo, indefenso y completamente paralizado por el miedo. Entonces grité, tanto que creía que mis pulmones y cuerdas vocales iban a estallar. Mamá llegó escasos segundos después, y él tuvo que esconderse bajo la cama. Ella estaba ya cansada de mis historias de monstruos, y evidentemente no me creía, así que ante su cara de incredulidad, dije con decisión: "Los monstruos sí que existen". Ella, me miró con ternura y me abrazó, sentenciando: "Sí, por supuesto que existen los monstruos, y es totalmente normal tenerles miedo. No puedes dejarles vencer, y nunca jamás debes convertirte en uno de ellos".