viernes, 26 de agosto de 2011

Narciso Marchito

Era una noche de verano, en pleno agosto, pero el viento susurraba como solía hacerlo en otoño. Las hojas, caían con la misma perseverancia que solían hacerlo en la estación antes mencionada. El mes en el que me encontraba ofrecía poca clemencia, era una verdadera excepción el darle un descanso al ventilador. Y créeme, amigo lector(o amiga, hay que ser coherente), de no ser por su sonrisa al llegar a casa, maquillada por un pelaje blanco y el menear de su rabo, no habría escrito estas letras.

Se encontraba ella, sentada en una mesa que me traía muchos recuerdos. En realidad, me proporcionaba esa sensación más el utensilio mencionado que sus ojos verdes, que estaban apagados. Siempre había tenido una sonrisa en el rostro, pero una sincera, de las que le dan a uno de qué pensar. En esta ocasión, se veía forzada, una hazaña increíble, viniendo de esta chica, ¡puedes estar seguro!

No era mala chica, sólo un poco impulsiva. Pese a todo ello, sus pasos la habían llevado a un lugar de difícil salida: un pozo negro. No pude percibir en su mirada la habitual seguridad que profesaban esos ojos, que eran como la albahaca, con un girasol que rodeaba el iris. Como digo, había pesar en su mirada. Sus palabras eran sinceras, pero andaban cargadas de un sentimiento amargo, de impotencia, posiblemente. Su expresión exhalaba tristeza, o una mezcla entre la anterior e impotencia. Sabía que se había equivocado, algunas o muchas(dependiendo de los ojos que lo mirasen) o pocas veces en su vida. Sin duda, su persona era el juez más severo, pues simplemente se hallaba demacrada y no podía reconocerse en el espejo, por mucho que se mirase. En realidad, se veía como un narciso marchito.

Como comentaba antes, no era una mala persona, aunque era evidente que son muy duros los juicios propios. Cuando me explicó lo que le sucedía, no pude sino reírme, durante los breves instantes que me llevó a descubrir que no había ni un ápice de mentira en su historia.

A medida que continuaba la narración, sentí ganas de morderme los puños, no sólo en señal de protesta, sino también de impotencia. No podía comprender cómo el más grande de los imperios habidos en la historia, se había derrumbado con algo tan turbio y tan poco objetivo como es el pasado. Era un cuento que no tenía ni pies, ni cabeza, pero me vi obligado a creérmelo, por mucho más que el contexto me resultase de lo más absurdo. Pero callé, juro por Dios que callé. No quería perderme palabra alguna. Al final de la historia, únicamente pude dejar caer una carcajada, en señal de desaprobación y de la antes postulada, impotencia. Era muy duro, pronunciarse sobre algo así. Querría explicarme, yo no soy capaz siquiera de definir qué es la infelicidad(no, sin dar una respuesta muy vaga o demasiado extensa, que me dejase en ridículo). Su problema tenía fácil solución(siempre visto desde fuera, por supuesto), aunque, posible desconocido lector, debo manifestar que no siempre es posible escapar de una prisión cuya celda es la propia mente.

No podía creer que la misma persona que había sido un aliciente para respirar en su debido momento, se hubiese estrallado con tantísima fuerza contra el suelo. Me expresó que en todo camino había siempre una huída, o una salida. Y tras unas disculpas por lo que pudiese venir, me dio a pensar, por lo menos hasta ese momento, o eso era lo que me permitían ver aquellas dos esmeraldas que tenía, que me miraban de forma tímida, aunque incesante. No sé exactamente qué influencia causaron en ella mis palabras, quizás no llegue a saberlo jamás. Al igual que tú, amigo que me lees, que quizás no llegues a saber nunca lo que se me dijo en aquel momento. El final de toda historia es lo que peor se me da, compañero(y ahora, me permitiré el lujo de llamarte de esta manera, pues considero que ya somos casi íntimos), pero además, aprovecho para decirte que ella sí que me comprende, porque siempre ha sido, y será mi cómplice.

¡Qué bien suena, cómplices! No sé si mis palabras habrás causado el mismo efecto que producen las hojas, forzadas por el viendo, que producen las hojas al chocar contra mi ventana. Pero yo confío en ella, ¡juro por lo más sagrado que sí, ya lo creo!